¡Hola a todos! Me decido a participar -muy justita de tiempo- en el concurso que organiza
El Círculo de Escritores con temática de gladiadores, literal o metafórica. Espero que os guste mi aporte, comentad con cualquier apreciación que creáis convenitente por favor. ¡Saludos!
Auri sacra fames... Condenada sed de oro

La tienda apestaba. En una mesita había frascos y ungüentos.
Tenía el pelo oscuro limpio, la piel recién aceitada y perfumada; las manos
nudosas de una mujer me cepillaban el pelo. Sobre el suelo en una caja, lucía
brillante mi ropa y las joyas.
Miraba allá donde sólo podía oler la pestilente vergüenza y
la deshonra.
Ante mis rodillas, una pieza; porque estaba arrodillada, no
podría ser de otro modo, no para Aureliano. Mi orgullo no me permitía bajar la
cabeza, pero estaba ahí, como el funesto sino que era; me clamaba y abría las
puertas del Hades el mismo oro que yo, beligerante Zenobia de Palmira había
lucido ante cada conquista, por hacer saber al mundo que no era sino muestra de
fortaleza el género femenino.
No era capaz de ver nada más, nadie más, nadie a mi lado
sino la soledad de saberme con mi imperio caída, presa de Roma; y ahora… presa
de mi propio oro, de mis propias señas.
Fuera crepitaba un fuego, suspiré escuchando las pisadas
acercándose, las ramas crujiendo en la tierra bajo los pies firmes; el fin de
mis días. El fin de la reina de Palmira.
Me levanté, con desaire. El día se acercaba. Me esperaba la
luz del día, las puertas de la ciudad abiertas y el pueblo aclamando conquista
y botín. Abucheos ante la que lo fue todo y que ahora caminará humillada tras
la comitiva triunfal.
Entraron mientras con desdén me puse mis ropas. Me ceñí el cinturón
cuajado de rubíes y esmeraldas. Coloqué las serpientes de oro rodeando mis
brazos. Adorné mi pelo y orejas con oro, y el pecho con un gran pectoral con
ópalo y turquesas. Al final, mi corona.
Mirada oscura altiva, labios sonriendo cuajados en veneno. Cubierta
de piedras y oro mediterráneo. Pero nada tapaba mi vergüenza. Levanté las manos
y los guardias ciñeron dos grilletes; después ambos pies. Y después salimos;
encadenada de oro.
La mañana helaba los huesos y en cambio ardía de dolor y
vergüenza. Me juré a mí misma no volver a ostentar el mismo trono cuando
volviese a mi hogar. Mis días como reina habían terminado. No les daría el
gusto de verme doblegada.
Jamás.
La comitiva esperaba. Dos esclavos vestidos burdamente como
en Palmira me esperaban con la argolla que evitaba en la tienda. Sus sonrisas
me daban asco. Se apagaron con mi paso.
El frío del metal rodea mi cuello. Pesa. Me inclina y me
hace ceder… Mis ojos se anegan en lágrimas mientras avanzo, lágrimas de rabia
ante la ciudad abierta, ante las risas y abucheos de la gente, ante las flores
que pinchan y se clavan en mis pies descalzos, ante el brillo del oro y del
pesado grillete que me han puesto al cuello, uno con el que ni siquiera yo
puedo y para el que es preciso que estos asquerosos esclavos me acompañen,
porque el peso me vence, me hace caer.
El suelo contra mi tez. Siento temblar mi boca y me alzo,
furibunda, mirando alrededor entre muchedumbre aclamadora.
– ¡¿Nada más?! ¡¿Esto es todo cuando podéis hacer para
aclamar un pueblo? ¡¿Acaso es esto una lucha de pobres gladiadores indefensos
con una simple espada ante la vida?! Pena… ¡¡Pena!! ¡¡¡Me dais pena!!! –Respiré,
agitada, mirando alrededor inclinada por el peso de la cadena de oro al cuello–
Debéis saber que Palmira no olvida… ¡que no es en vano su fuerza y su poder!
¡¡Desde Occidente, doblegando Asia Menor!!! ¡BAJO LOS PIES DE UNA MUJER A LA
QUE EL PESO DEL ORO, A LA QUE EL PESO DE ROMA JAMÁS APLACARÁ!